ELGÍA DE MAQROLL EL GAVIERO
Contrajo en Marsella el mal napolitano
y erró por turbias latitudes
mamando el pus de su tristeza,
asistiendo en silencio al derrumbamiento de sus vísceras
y al soterrado naufragio de las razones.
Por sus ojos ajenos pasaron todas las selvas
y los antiguos ríos desbordados
sin dejarle una sola mancha en la memoria.
En los últimos años, bajo la sien encanecida,
confundió sus delirio con lo que vio y tocó,
y relataba forcejeos con arpías hediondas,
lentas charlas con domadores de centauros,
incursiones famélicas en busca d la uña d la Gran Bestia.
Enumeraba los pormenores de las nubes
y las señas de ciertos dioses estelares.
Con su voz de estropajo decía luego el cansancio
de tantas cosas vistas, de tanto vanamente alcanzado,
de la canción monótona del tiempo en los oídos,
del infructuoso vértigo de existir,
y su cansancio desgastaba en nosotros el color de la tarde.
Lo recordamos en un abrazo indiferente.
Lo recordamos, como una estatua, al borde del barranco
escuchando el rumor hipnótico de la cascada.
Casi siempre callado. A veces, una sonrisa esquiva.
Y una tácita solidaridad ante la muerte.
Cuando acabó de hundirse, dejó un vacio su ausencia cotidiana:
una espuma blanca y deleznable al filo de la noche,
un vapor de tedio que el viento difundía por las calles solas,
que embalsamaba nuestras casas con preceptos equívocos
y que al fin era devorado por los pájaros en la madrugada.
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