Algunos años excepcionales el Danubio se helaba en invierno
y la gente contaba historias fabulosas sobre el fenómeno. En su juventud
mi madre cruzó varias veces en trineo a
Rumania y me enseñaba las pieles en las que había ido arropada. Cuando el frío
arreciaba, los lobos bajaban de las montañas y, hambrientos, atacaban a los
caballos de los trineos. El cochero intentaba ahuyentarlos a latigazos, pero
eso no servía de nada y tenía que disparar contra ellos. En una de esas
excursiones resultó que no había llevado ningún arma. Un circasiano armado que vivía en casa como
criado tendría que haber acompañado el trineo, pero no se había presentado y el
cochero partió sin él. Fue muy difícil rechazar los lobos y el peligro fue
enorme. Si no hubiera venido casualmente de frente un trineo con dos hombres
que mataron a tiros a un lobo y ahuyentaron a los demás el desenlace hubiera
sido fatal. Mi madre pasó mucho miedo, describía las lenguas rojas de los
lobos, que llegaron a acercársele tanto que aún años más tarde soñaba con
ellos.
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